domingo, 4 de abril de 2010



Por la mañana hacía un día soleado y la playa no tenía ningún encanto. Así que ni si quiera bajé a verla. Le presté la cámara a mi hermano para que se la llevara a la ciudad grande. Pero por el camino a la pequeña me arrepentí mucho.
El cielo permaneció oscuro, que no gris. Las nubes parecían enfadadas y a la vez deprimidas. De vez en cuando lloraban y otras veces paraban, y entre gota y gota, rayos rosas iluminaban el cielo. Uno y otro cada vez más cerca.
Tuve miedo. Miedo de querer formar parte de ellos. Tuve miedo de un sueño imposible. Tuve miedo de amar aquello que es tan bellamente peligroso. Y tuve miedo por no temer cuando todos lo hacían.
Podía ver desde mi ventanilla cómo caían a lo lejos, notando que cada vez nos acercábamos al oscuro nubarrón. Sentí deseo. Incluso se podría decir que llegué a excitarme. Algo que dupliqué con una dosis de Agonía de manos de mi grupo de música favorito.
Uno por uno, los rayos y la lluvia parecían seguir el compás de la música y a la vez, el ritmo de mi corazón. Sonreí. Sonreí como una niña pequeña a la que le acaban de dar un caramelo. Y así, durante casi dos horas, en el punto de mira de las descargas rosadas.

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