domingo, 4 de abril de 2010


El detective Tucker a duras penas consiguió llegar a la zona donde se hallaba el cadáver. Uno de los forestales avisó a la policía del área de California debido al tinte rojo del agua de la reserva. Temía que dos de sus osos hubieran entrado en una pelea y, de ser así, debía ir a prisa y curarlos. Pero se llevó una sorpresa cuando no era un oso quien estaba herido.

El cuerpo se encontraba a orillas de un riachuelo y, tras ellos, una cascada de gran altura. Sería difícil adivinar la causa exacta de la muerte. Podría haberse caído desde arriba y haberse golpeado varias veces, o podría haberse ahogado mucho antes.

El detective se acercó y comenzó a examinar sus ropas. Entre ellas descubrió una nota y una llave encerradas en una bolsita hermética. En la nota, una dirección y un lugar específico. Pero el lugar quedaba demasiado lejos de California. Aún así el detective vio adecuado el viajar para saber qué podría encontrar.

Tras varias horas de viaje, llegó a su destino. Una casa al norte de Nagoya, Tokyo. La llave encajaba perfectamente. Al entrar, se vio sorprendido por la cantidad de osos de peluche que se encontraban allí. Y en medio del salón una pequeña mesa con un diario encima. No tenía candado, ni cualquier tipo de seguridad. Comenzó a leerlo.

Realmente, no sabría como empezar. No quiero escribir el típico “Querido diario” o “Hola”. Así que, para quien esté leyendo esto, seré breve. Yo nunca he sido de aquí, de Nagoya. Nací en Inglaterra. Mis padres eran dueños de una importante empresa por lo que nunca nos faltó de nada. De pequeña, siempre me gustó jugar con ositos de peluche. Los adoraba, y los seguí adorando. Llegó el momento en el que mi cuarto rebosaba de ellos. Se me antojó un nuevo peluche, pero mis padres no quisieron comprármelo. Me enfadé mucho con ellos. Y gracias a ellos por quien conseguí a mi pequeño osito. Mi padre decidió mandarme al banco a hacer unas gestiones. Y cono no había nadie más a parte de mí en aquel momento, el banquero decidió ir al baño mientras la caja fuerte se abría. Fue entonces cuando me colé dentro y cogí el dinero que me hacía falta. Estos actos se repitieron varias veces, hasta que mis padres, por una razón u otra se enteraron. Mi padre me reñía y, sin querer, le empujé haciendo que este se golpeara en la cabeza y perdiera el sentido. Mi madre se acercó a él. No tenía pulso. Mi madre iba a llamar a la policía, sentí miedo. No sé porqué actué como lo hice. Lo siguiente que vi, fue a mi madre junto a él. Escapé. No se me ocurrió hacer otra cosa. Me largué de allí. Cogí una mochila y metí allí al osito que compré. Más tarde un hombre me llevó con él, a Nagoya. El viaje se me hizo interminable. Pero me regaló un osito. Me crió, me vistió, me dio de comer. Más tarde me enteré que pertenecía a la banda Yakuza, la mafia japonesa. Después me uní a ellos. Me prometieron ositos de peluche y más tarde conseguí mi casa, llena de peluches. Hasta que a los diecinueve me enamoré. Pero perteneciendo a la mafia, es difícil hacerlo. Podía estar con quien quisiera, pero nunca por más de una noche. No me merecía la pena seguir así. A los veintiséis le pedí al Kumicho que me dejara viajar a California. Allí hay reservas de osos grises. Si alguien lee esto, será porque conseguí lo que quise.

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